Las luces se apagaron y mi corazón se encendió. El compás empezó con un ritmo suave, provocando que la letra saltara más alto. Los gritos empezaron cuando tus ojos azules se hicieron presentes en el centro del estadio y las manos volaron cuando las primeras palabras de la canción se metieron entre la gente.
Estaba maravillada, agradeciendo mi suerte por llevarme hasta ver tu preciosa sonrisa cuando viste tus sueños hechos realidad. Miraste a los cincuenta y cinco mil pares de ojos mirándote de vuelta y te diste cuenta que todos se habían reunido contigo para ver sus sueños hechos realidad también.
Estaba asustada de no poder capturar cada segundo en mi memoria. Memoricé la forma en la que tu voz subía y bajaba a la misma vez que tus bailarines movían sus pies acorde con tu humor. Las canciones crecieron, como lo hizo mi emoción de escuchar mi vida puesta en palabras en un concierto.
Estaba enamorada de las estrellas que decidieron verme convertida en la mejor versión de mi misma junto a ti. Cantaron junto a lo nuevo y cuando lo viejo apareció, la luna fue la guía; cogiste la guitarra y exploraste la línea del tiempo.
Estaba llorando, dándome cuenta que habías estado a mi lado cuando nadie más lo había estado y que tus palabras estarían tatuadas en mi piel en los días buenos y los malos. Y en esos días malos, tu melodía estaría allí para salvarme, como lo hizo esa noche del 18 de julio.
Estaba inspirada por tu determinación de hacernos felices y queridos. Bailé junto a lo rápido y balanceé junto a lo lento mientras tu voz angélica envolvía a la audiencia en alegría.
Estaba limpia de todas mis preocupaciones en mi cabeza después de meses de estar capturada en mi propia mente. Tu piano resucitó mi autoestima y me aseguró no volverla a dejarla al fondo. La vieja canción country me recordó el pasado y me ayudó a ver las fotografías en una luz renovada.