El calor de verano se me pega a la piel, la libertad de los últimos días de junio penetra mi mente, y las palabras deseando escapar se derriten en mi boca. Intento marcar lo que siento en las páginas de mi nueva vida, pero el miedo de no sorprender me evita el seguir con el bolígrafo en la mano. La historia remetida entre las sábanas de la ficción no quiere levantarse y vestirse de tinta. Solo quiere quedarse metida en la cama, sin ser nada pero tampoco sin ser olvidada. La grito que salga, que aparezca por mi puerta y me inspire a empezar mis sueños, pero parece estar sorda. El calor de verano pegado a mi piel no me ayuda a insistir.
Quiero estar en el centro del campo, no mirando desde el banquillo como mis sueños pierden contra la desilusión. Me siento incapaz de ser lo suficientemente buena como para conseguir el trofeo y ver a personas sujetando hojas con mi nombre. Me encuentro perdida entre querer contar relatos y desaparecer completamente de la escritura. La última opción me asusta, porque significaría dejarme llevar por lo establecido y no creer en mi misma. Sé que tengo tener valor y una mente abierta para llegar a mi punto fuerte.
El sonido del tiempo sin horas me distrae y me evita concentrarme en lo realmente importante. Pantallas, historias de amor irreales y tonterías se convierten en mis mañanas y la vagueza se convierte en mis tardes. La rutina de la novedad me congela y nunca me deja estar sentada prestándole atención a mi imaginación.