Llegamos vestidos con ropa de colores, pintados de rojo como si hubiéramos sangrado, con faldas y capas para disimular la normalidad por tan solo una noche. El local ya está lleno de caras familiares escondidas detrás del maquillaje; reconozco conversaciones a mi alrededor mientras la música se hace cada vez más presente en ese pequeño lugar y el olor a tabaco se funde entre la gente. Veo todas las miradas menos la tuya, aunque a penas la conocía. Siguen las palabras sin sentido y las fotos destinadas a los álbumes. Me muevo entre la pequeña multitud y al fin apareces ante mis ojos, radiante, injustamente elegante vestido para la fiesta que se celebra. Y yo con los lazos en el pelo me pongo más roja que la nariz que debería llevar. Hablamos, como si el tiempo fuera inifito.
La melodía se para y salimos corriendo al aire de otoño, sin rumbo, deseando que las estrellas nos guíen. La luna me ayuda a disimular las mariposas flotando en el estómago y esas ganas inocentes de quedarme sentada a tu lado en una roca y dejar que el tiempo se caiga al asfalto.
Llega medianoche, esa hora que todo lo cuenta, esos números en el reloj que indican que el amanecer de una nueva historia está a punto de llegar. Es como un cuento, tú eres el caballero vestido de blanco y con pajarita que le quita el frío a la chica que se ha quedado sin palabras.
Y, en un momento, sin ser conscientes de ello, el 1 de noviembre es el primer capítulo en nuestro libro de amor. El callejón queda marcado con nuestro beso desconocido y nuestras mejillas por el aire que nos rodea.
Acaba la noche de pesadillas con un sueño que acaba de comenzar y con dos corazones con un nuevo latido.