Sentada en la mesa y con las manos en
la cabeza no puede decidir qué le duele más: el corazón reparando las
cicatrices o la cabeza dando vueltas y vueltas a las palabras de "Ya nada
volverá a ser como antes".
Sus piernas tiemblan, porque ha tenido que correr a casa para no caerse en la nieve y disolverse en un eterno rencor. Sus ojos están cerrados, para no ver la carta arrugada que su conciencia no ha dejado de leer. La carta que tiene las palabras por las que un día ella había guiado su vida marcadas en negro "Todo pasa por una razón". Ahora las maldice y las intenta borrar con el vaho que se forma con el frio invierno. "¿Si todo pasa por una razón, por qué estoy aquí y no allí? ¿Por qué no puedo pasar página? ¿Por qué no dejo que alguien vea el marrón de mis ojos y me digan que son bonitos?" Sus ojos, los culpables de este tornado. Su mirada es la causante de sus penas, la que decidió dar un paso adelante cuando la cuerda de inseguridad la sujetaba. Si sus ojos hubieran visto la cuerda, la hubieran parado, la hubieran gritado y dicho que lo único que la acechaba era un error, que el "sí" que le escaparon sus labios era falso, aunque su mente lo proclamaba verdadero. Ese "sí" hizo daño, un daño que su conciencia no había visto venir, pero que ahora es lo único que existe en el fondo de sus noches.
Sus labios tiemblan, asustados de las palabras que acaban de decir, tristes porque saben que ya nada va a ser igual, que por mucho que sonrían, pretendan o platiquen, el lazo que había entre el otoño y el invierno no volverá a ser atado igual de fuerte.
Curando las heridas que la distancia ha creado, su corazón la pide perdón. Perdón por no saber cómo quitar los ladrillos, perdón por no aguantar y explotar. Sentada en la mesa y con las manos en la cabeza, lo único que puede hacer es decirle a su querido corazón que no hay nada que perdonar, que sabía lo que ha venido y lo que vendrá.