En el coche, con el viento entrando por la ventana y la ciudad llamada "casa" detrás de pensamientos, fui adelante mano a mano con la incertidumbre y bonita soledad. Vi maravillas del mundo vestidas con agua y rugidos; rugí junto a ellas para sentir el poder de ser grande. Dormí debajo de las estrellas junto al césped y corazones que latían con la misma sangre impaciente. Miré al fuego con certeza y escribí mis historias en hojas caídas a mis lados.
Conduje lejos de lo conocido y me adentré en ciudades canadienses y barrios decorados por el habla francesa y el té de colores. Canadá sorprendió con tranquilidad y ríos que hablaban de experiencias diferentes en tierras nuevas. Caminé entre las calles de Ottawa, las cuales sonaban a alegría de inocentes y pasión de ingenuos. Corrí entre los tejados verdes y dejé mi ansiedad por los planes imperfectos en las piedras del rio nórdico. Subí hasta la mezcla entre Europa y América y llegué a Montreal, la cual bailó conmigo hasta que las pinturas de las galerías se convirtieron en realidad. Moví los pies al ritmo que la ciudad me enseñaba y las caderas a la melodía que la noche susurraba entre estrellas y edificios irlandeses. El baile acabó con una nueva canción imprenta en mi mente.