Intento no mirar el calendario, pero mis ojos me traicionan y observan el camino de aquel tren en un día lluvioso. La fecha se burla de mí, cambiando un número entre los últimos y riéndose mientras mi corazón revive la cicatriz que un agosto dejó. A la par con mis memorias volviendo a aquella estación, mis manos tiemblan por no poder evitar tocar aquel billete de tren, el cual me condujo lejos de la primera sonrisa que calentó mi corazón. Susurro que el destino me llevó a donde quiso, sin tener en cuenta mis prioridades. Grito que el maldito me hizo estar en una tormenta impasible durante meses, y que todavía a veces llueven lágrimas de mi corazón roto.
Intento acariciar mi diario y decirle que ahora vuelvo a sonreír. Pero sus entradas escritas por mi mano me comentan que como el primer amor no hay ninguno y que mi cuerpo lo echará de menos siempre. Sé que tiene razón, parte de mis escrituras siempre serán de aquella historia que acabó un 18 de agosto, y las estrellas de mi cuarto serán las que me digan que parte de la felicidad reside entre las montañas, pero que de vez en cuando vuela y me vuelve a encontrar.