No creía en cuchilladas a la espalda, hasta que me convertí en la navaja. Nunca pensé que estaba rota, hasta que uno de los trozos desiguales me dejo una marca en la piel. Pensé que los ladrillos de la pared ya eran simples vallas de madera, no tres metros de cemento.
Yo suponía que la incertidumbre ya no rondaba a mi lado, si no que había cogido el tren hacia el otro lado del lago. Pero no, seguía a mi lado. Vino una mañana y se disolvió en mi café, confundiéndome los sentimientos y desorganizando mis prioridades. Me prohibió gestos o cambiar de rumbo. Se convirtió en mi mayor enemiga a la vez que mi excusa. El café inundado en ella ahora no sabe a promesas compartidas o a tardes de películas entre la oscuridad, si no al frio que se acumula en las manos cuando no hay sol y a tardes en el suelo deseando encontrar una respuesta firme.