Todo
empieza con una ligera brisa de verano. Un aire que pone los pelos de punta y
mariposas en el estómago. Ese aire me envuelve en recuerdos entrelazados con
sonrisas que tenían tu nombre, miradas que dejaban sin aliento, palabras
simples dichas entre caricias.
Cuando ya he sentido que la brisa me rodea entera, abro los ojos y veo sitios a los que me lleva la memoria. Veo una imagen de aquel puente en el que se paró el tiempo, un diálogo de aquella película que vimos juntos, un reflejo de la luz que se colaba entre las calles de Venecia aquella vez que nos perdimos dejando el mundo atrás, una flor que me puse en el pelo en aquel paseo que dimos al comienzo de la primavera.
De repente, sin previo aviso, se pone a llover. Llegan las nubes cargadas de esos momentos que quiero olvidar, de esa triste sensación a pérdida. Las gotas caen a la vez que las lágrimas se derraman por mi cara. La brisa ha sido remplazada por un viento brusco que me envuelve en frío.
Me pongo la chaqueta, pero lo único que va a parar la tormenta son tus brazos arropándome y prometiendo que no se ha acabado. Y deseo ver las estrellas, esas estrellas a las que les pedimos que fuéramos nosotros para siempre.
Suenan los truenos del destino recordando que las decisiones las toma él y que la lluvia cae por razones; para dejar que las nuevas flores salgan y todo siga su camino.
Y justo cuando
escucho las ruedas del tren acercándose, veo que a lo lejos, en la montaña, las
nubes se abren un poco y el sol se acerca entre ellas. Y sonrío porque sé que
siempre tendré ese rayito de sol. Esa luz que me ha iluminado y ha estado a mi
lado a pesar de los días grises. Siempre que vea ese trocito del sol, recordaré
cada "te quiero" susurrado al oído, cada tontería que me hizo reír, cada
frase transmitida con confianza y, sobretodo, que lo volveré a ver.