La primera palabra me afecta como agua
fría por la mañana pero la segunda me calma como el calor del sol al abrir la
ventana. Subo la radio a la vez que mis manos empiezan a moverse. Se mueven
sobre una vieja fotografía marcada por dos pares de ojos marrones y un lazo que
se ha retorcido tantas veces que ni las tijeras más fuertes del tiempo
conseguirán romperlo. Mientras la cabeza se me llena de momentos, mis dedos se
excitan y se ponen a describir la flor en mi pared. La flor en mi pared es
roja, fuerte y brotó con determinación el día que las maletas pasaron por la
puerta. No es una flor desconocida, no. Esta flor brota en cualquier lugar que
mis labios denomina casa. Llora cuando lloro, canta cuando mi melodía se ha
acabado, sonríe cuando estoy feliz y, ante todo, permanece sol tras luna.
El lápiz se desliza por el
papel mientras mi mente vuela a manos juntas en aire y dos corazones
vestidos de negro latían a la vez. Todavía vibran mis cuerdas vocales de
aquella noche de euforia y promesas que se formaron con las notas de la
guitarra. Mi mano se sigue moviendo cuando mi memoria escala hasta esos paseos
entre los árboles y las estrellas, con un futuro entrelazado por delante y
similitudes imparables por detrás. Me acuerdo cuanto agradecí a la
luna esa noche: gracias por regalarme la flor más auténtica que existe en la
pradera, gracias por haberme elegido a mí para ser su compañera, gracias por
las letras de la canción que nos marcaron el mismo paso al brotar, gracias por
su apoyo, gracias por sus colores y sobre todo, gracias por iluminar nuestros
caminos para que acabaran siendo uno solo.
La melodía de nuestra canción sigue
subiendo por las paredes y forma el nombre de la mejor parte de mí: Lucía.