lunes, 13 de abril de 2015

Trece

La primera palabra me afecta como agua fría por la mañana pero la segunda me calma como el calor del sol al abrir la ventana. Subo la radio a la vez que mis manos empiezan a moverse. Se mueven sobre una vieja fotografía marcada por dos pares de ojos marrones y un lazo que se ha retorcido tantas veces que ni las tijeras más fuertes del tiempo conseguirán romperlo. Mientras la cabeza se me llena de momentos, mis dedos se excitan y se ponen a describir la flor en mi pared. La flor en mi pared es roja, fuerte y brotó con determinación el día que las maletas pasaron por la puerta. No es una flor desconocida, no. Esta flor brota en cualquier lugar que mis labios denomina casa. Llora cuando lloro, canta cuando mi melodía se ha acabado, sonríe cuando estoy feliz y, ante todo, permanece sol tras luna.

El lápiz se desliza por el papel mientras mi mente vuela a manos juntas en aire y dos corazones vestidos de negro latían a la vez. Todavía vibran mis cuerdas vocales de aquella noche de euforia y promesas que se formaron con las notas de la guitarra. Mi mano se sigue moviendo cuando mi memoria escala hasta esos paseos entre los árboles y las estrellas, con un futuro entrelazado por delante y similitudes imparables por detrás. Me acuerdo cuanto agradecí a la luna esa noche: gracias por regalarme la flor más auténtica que existe en la pradera, gracias por haberme elegido a mí para ser su compañera, gracias por las letras de la canción que nos marcaron el mismo paso al brotar, gracias por su apoyo, gracias por sus colores y sobre todo, gracias por iluminar nuestros caminos para que acabaran siendo uno solo.

La melodía de nuestra canción sigue subiendo por las paredes y forma el nombre de la mejor parte de mí: Lucía.