Son las similitudes, las que lo hacen parecer distinto. Son los ojos, los únicos que están dispuestos a enfrentar la realidad. Una realidad desigual, un destino contradictorio. Ese maldito destino que posee intrepidez y perversidad. Son sus sueños, los que proclaman sus anhelos más profundos. Es el monstruo de un nuevo amanecer, el que pinta todo de color rosa. Es ese mostruo, el que no permite que el corazón se esconda detrás de los huesos. Pero es solo ella, la que decide su destino, la que decide si dejar que el cuadro se quede colgado en la pared, o guardarlo con delicadeza y pintar con su propia mano la pared de verde.
Son sus fantasmas, esos que la siguen cuando anda por la calle a las ocho de la tarde, los que la dicen que se equivoca. Las figuras borrosas y con expresiones distinguidas le bloquean el callejón, la mantienen mirando a la enredadera seca que trepa por la pared sombría. Esos fantasmas tienen nombres, Noviembre, Febrero, Abril y Julio... la rodean y acusan de darles de lado, de ponerles en el fondo del armario con las cartas con olor a fresa. Ella les implora, deseando cortar la cuerda que no la deja subir y ver el otro lado de estos ladrillos.
Una mano conocida por desventuras y azares le acerca el cuchillo, porque unas tijeras no conseguirán rasgar esta atadura. La chica vacila y lo acepta, su corazón latiendo con incertidumbre. Cada vez que pasa hoja de metal por la fibra de la cuerda, suelta un respiro sofocado a la vez que una lágrima. Sus ojos lloran, no por tristeza, sino porque el resto de la chica por fin está empezando a ver la realidad junto a ellos.
En el otro lado de la pared, el atardecer la espera, esta vez sin remordimiento. La ayuda a posar sus memorias en granos de arena, las más pesadas cayendo al fondo, para que el agua las guarde en la playa de su vida con cuidado.
Son los sentimientos, los que proclaman su libertad. Ayudan al corazón con cicatrices a tomar un paso adelante.